El organismo se defiende frente a proteínas extrañas y microorganismos infecciosos con un sistema complejo doble que depende del reconocimiento de una zona en la estructura de la superficie o patrón superficial del invasor. Las dos partes del sistema son la inmunidad celular, en la que los mediadores son los linfocitos, y la inmunidad humoral, basada en la acción de moléculas de anticuerpos.
Cuando los linfocitos reconocen un patrón molecular extraño (denominado antígeno), algunos liberan anticuerpos en grandes cantidades y otros memorizan dicho patrón para liberar anticuerpos en el futuro, en el caso de que la molécula reaparezca. Los anticuerpos se unen a los antígenos y de esta forma los marcan para que otros agentes del sistema inmunitario los reconozcan y destruyan. Estos agentes son: el complemento, un sistema enzimático que destruye las células extrañas, y los fagocitos, unas células que rodean y digieren los cuerpos extraños. Éstos son atraídos a la zona por sustancias químicas liberadas por los linfocitos activados.
Los linfocitos se originan en la médula ósea y maduran y se diferencian en el timo y el bazo. Circulan en el torrente sanguíneo, atravesando las paredes de los capilares sanguíneos para alcanzar las células de los tejidos. Desde allí emigran hacia una red de capilares linfáticos independientes que es comparable y casi tan extensa como la del aparato circulatorio. Estos capilares se unen para formar vasos cada vez mayores que desembocan en el torrente venoso; las válvulas de los vasos linfáticos aseguran el flujo en una dirección. En diversos puntos de la red linfática existen nódulos, o ganglios, que actúan como estaciones donde se agrupan y fabrican linfocitos, y que aumentan de tamaño durante las enfermedades infecciosas. La red de vasos y ganglios linfáticos recibe el nombre de sistema linfático y hasta la década de 1960 no se estableció su función como vehículo del sistema inmunológico.